“Por tanto, así dice Jehová acerca del rey de Asiria: No entrará en esta ciudad, ni echará saeta en ella; ni vendrá delante de ella con escudo, ni levantará contra ella baluarte.
Por el mismo camino que vino, volverá, y no entrará en esta ciudad, dice Jehová.
Porque yo ampararé esta ciudad para salvarla, por amor a mí mismo, y por amor a David mi siervo”. (2 Reyes 19:32-34)
Después de todas las amenazas del enemigo y las oraciones al Señor, Dios finalmente respondió al rey Ezequías. A través del profeta Isaías, Dios le aseguró al rey: No entrará en esta ciudad, ni echará saeta en ella… Porque yo ampararé esta ciudad para salvarla. Con esta palabra, Dios claramente puso limites. Aunque la máquina militar asiria estaba lista para comenzar un asedio contra Jerusalén y derrotarlos, no lo hicieron. El rey de Asiria no vendría a esta ciudad porque Dios prometió defenderla.
Es difícil para la gente moderna comprender el horror de un antiguo asedio, cuando una ciudad estaba rodeada por un ejército hostil y atrapada en un hambre lenta y sufriente. El rey Ezequías y el pueblo de Jerusalén vivían bajo la sombra de esta amenaza, pero la promesa de Dios a través de Isaías les aseguró que Senaquerib y el ejército asirio no solo dejarían de capturar la ciudad sino que ni siquiera dispararían una saeta o levantarían un baluarte contra Jerusalén. Dios prometió que ni siquiera comenzarían un asedio.
¿Por qué? ¿Por qué Dios defendería a Jerusalén de una manera tan asombrosa? Dios dijo que lo haría por amor a mí mismo, y por amor a David mi siervo. Dios defendería su propia gloria. A menudo, innecesariamente pensamos que debemos defender la gloria del Señor. Pero no es el caso. Dios es más que capaz de defender su propia gloria.
Sin embargo, note que Dios también lo hizo por amor a David mi siervo. El rey David había muerto casi 300 años antes de esto, pero Dios aún cumplió su promesa a David (2 Samuel 7: 10-17). Dios defendió a Jerusalén, no por el bien de la ciudad -Jerusalén merecía juicio!- sino lo hizo por amor a mí mismo y por amor a David mi siervo.
Este principio se aplica a todos los que han puesto su fe en Cristo Jesús. De la misma manera, Dios el Padre nos defiende y nos bendice, no por amor a nosotros –merecemos su juicio- sino que lo hace por amor a sí mismo y por amor a Jesús. No tenemos que venir a Dios sobre la base de lo que hemos ganado o lo que merecemos. En cambio, en Jesucristo, venimos a Dios sobre la base de quién es Jesús y lo que ha hecho.
El Padre salvará y rescatará al creyente, por amor a sí mismo y por amor a Jesucristo, el Hijo de David.
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