Salvos del pecado


Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21).

“¿Eres salvo?” Es una pregunta que se hace miles de veces al día, y con frecuencia, tanto quien la formula como quien la responde no reflexionan sobre su significado. Ser “salvo” implica la existencia de un peligro real, una amenaza de la que es necesario ser rescatado. No tiene sentido hablar de salvación si no hay nada de qué salvarse. Si un salvavidas le pregunta a un nadador que se está ahogando: “¿Puedo rescatarte?”, la pregunta es apropiada. Pero si hace la misma pregunta a un nadador que está a salvo, resulta absurda.

Cuando hablamos de salvación en términos espirituales, ¿de qué son rescatadas las personas? ¿Qué peligro es tan grande que llevó a Dios a enviar a su Hijo para salvarlos?

La Biblia enseña que el pueblo de Dios es rescatado del pecado. Cuando el ángel Gabriel le anunció a José que María había sido escogida por Dios para concebir y dar a luz al Mesías de manera milagrosa, también le dio instrucciones específicas sobre su nombre: y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. 1 Juan 3:5 explica: Y sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados. Jesús vino a librarnos del pecado.

Necesitamos ser salvados de nuestros pecados porque nos ponen en grave peligro. El pecado nos separa de Dios, distorsionando y desfigurando su imagen en nosotros. Nos hace culpables ante su tribunal de justicia y arruina nuestras relaciones con los demás. En esencia, la raíz del pecado es el egoísmo. Ese deseo centrado en uno mismo e impulsado por la propia voluntad contamina cada aspecto de la vida humana y del mundo.

Antes de su carrera política, Abraham Lincoln era un ciudadano destacado de Springfield, Illinois. Un día, sus vecinos escucharon a sus hijos gritar en la calle. Alarmado, uno de ellos salió y encontró a Lincoln con sus dos hijos, ambos llorando desconsoladamente. “¿Qué les pasa a esos niños, señor Lincoln?”, preguntó. Con una nota de tristeza en su voz, Lincoln respondió: “Lo mismo que le pasa a todo el mundo. Tengo tres nueces, y cada niño quiere dos”.

Las palabras de Lincoln encierran una gran verdad. La causa de casi todos los males del mundo es el deseo egoísta. Pero el plan de Dios es transformar nuestros corazones, apartarnos del egoísmo y darnos el poder para vencer el pecado. Jesús vino a rescatarnos del pecado y del dominio de nuestra propia voluntad por medio de su plan de gracia.

¿Has recibido hoy la gracia de Dios para ser menos egoísta? Acude a Jesús y pídele su gracia. No la mereces, pero la gracia no se otorga según el mérito. “por quien recibimos la gracia” (Romanos 1:5). Solo Él puede salvarte de la pena del pecado, del poder del pecado y, finalmente, de la presencia del pecado.

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Categories: Devocional Semanal
David Guzik:

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